viernes, 22 de junio de 2007

Lenguaje perruno

El otro día vi por la calle un letrero que decía Diga guau. Era de una veterinaria. Miré desde afuera a las que estaban atendiendo con cara inquisidora, "¿Tengo que decir 'guau'?". No dijeron nada (algo) y se miraron. Nuevas incursiones en la comunicación humana. Tal vez con una incursión en el lenguaje perruno nos entendamos mejor.

martes, 12 de junio de 2007

Incoherencias (II)

¿De qué más no tenemos ni idea? De las mentiras seguro. Se dicen todos los días y muchas sin intención. Mentiras sociales.

-Me corté el pelo y me hice el brushing.
-¿Tú te lo cortaste?
-¡No, la peluquera!, ¿quién va a ser?
-Y, me decís que fuiste vos.

Las mujeres los cometen todo el tiempo: los dulces “engordan”. ¿Los dulces? Y la caminata “adelgaza”. Es así que las armas “matan”, el dióxido de carbono “envenena” el aire y el agua, y las especies naturales “mueren” por la contaminación. La intoxicación de la Tierra se debe a las manos misteriosas de quien(es)-tú-sabes, -como el mago Tenebroso en Harry Potter- que todos conocen pero respetan por el poder que infunde.

Nota: puse ni idea 2 en las imágenes de Google y miren lo que apareció. Todo está relacionado.

Incoherencias (I)

-No tenés ni idea.
-De esto puede ser, pero ¿de qué más no tengo idea?
-De nada, vos nunca tenés ni idea de nada.
Ni de esto ni de nada. ¿Ni idea de nada? El de nada, lo tomo como un halago, porque de la nada seguro que no se nada. Sólo que es nada. ¿Para qué inmiscuirse en algo que no existe? ¿O existe pero no es algo? ¡Qué entrevero! Si me hubiera dicho que no tengo idea de algo…


Nota al pie: La foto es la primera que me apareció cuando puse "ni idea" en Google. Seguro que la mayoría tenemos ni idea (o no tenemos idea) de cuántos músculos tenemos en el cuerpo.

lunes, 4 de junio de 2007

Una casa para Valentina

La cara de Valentina se iluminó cuando llegamos a su casa. Si es que se puede llamar casa a un lugar con las paredes de nylon, cartón y chapa. Sus tres hermanos pequeños nos miraban tímidos y desconcertados, preguntándose qué hacíamos allí a las siete de la mañana. El frío había lastimado sus caritas pálidas y se restregaban las manos para calentarse un poco. Valentina tiene doce años. Vive con su madre, su padre, su “padrastro” (la nueva pareja de su madre) y sus tres hermanos pequeños en Granja Cuñetti, un asentamiento cerca de Maldonado. Es delgaducha y tímida. Una vez que entró en confianza, no paraba de preguntar quiénes éramos, de dónde, por qué estábamos allí, qué estudiábamos y qué hacían nuestros padres. Yo le dije que mis padres eran maestros en una escuela de San José. Sus ojos se desorbitaron. “¿En serio?, ¿tenés padres maestros?” Ella no se cansaba de preguntarme si los alumnos los hacían rezongar mucho, si mandaban muchos deberes y si los niños hacían gimnasia. “Yo quiero ser maestra”, decía Valentina. “Es lo que más me gusta de todo”, enfatizó.
Los niños del barrio se iban sumando a la conversación. Luis, un chiquilín de once años se había esforzado todo lo posible por ayudar a construir la casa. Hasta descubrió que había dos clavos que no habían quedado en su lugar debajo de los tablones del piso. “Yo voy a terminar la escuela y ta”, decía Luis. “Para qué vas a seguir? Después te ponés a vender faso y hacés plata”.
¿Cómo explicarle a un niño que eso estaba mal?, ¿que fumar desde los ocho años le arruinaba la salud?
Valentina se empeñaba en explicarle que trabajar era bueno, que enseñar también. Que fumar era malo y vender “eso” también. Era de noche y con los niños colocábamos gomitas en los clavos para las chapas. Estaban orgullosos de sentirse útiles.
Yo tiritaba a causa del frío intenso y lamentaba no tener nada caliente para tomar. “Que calentito está acá”, decía Valentina. “Ahora voy a poder estudiar en este rinconcito, calentita, y no me voy a mojar”. Cerré los ojos un instante y miré para otro lado. Me sentía ridícula quejándome. En ese instante éramos iguales. Pero yo pensaba que cuando llegara a casa me tomaría un café caliente y me acostaría con la bolsa de agua caliente. Ella no veía la hora de mudarse.


Nosotros éramos los de la casa de “Doña Flor y sus dos maridos” según nuestro compañeros de escuela, por la situación en que vivía la familia. Roberto, su pareja actual era padre de Lucas, el niño más chico de la familia. Tiene cáncer de pulmón, de riñón y se le está distribuyendo por el cuerpo. Las pastillas que toma salen dos mil pesos y evitan que le avance el cáncer. Vende cartón, nylon, realiza mantenimiento de jardines y artesanías en yeso que vende en la feria. Hace dos meses que se peleó con Claudia y no sabía si iba a vivir allí, pero igual se endeudó para que su hijo tuviera una casa con su madre. “No me importa con quién viva, sólo quiero lo mejor para él”. La ampliación de la casa sería para el padre de las tres niñas, el ex de Claudia.
El lunes se mudaban para la casa.

Valentina no quería ir al liceo para colaborar en la mudanza, y nos pedía por favor que nos quedáramos a ayudarle a arreglar la casa. Ansiaba que la fuéramos a visitar cuando arreglara su “cuarto” (la casita es de un solo ambiente, pero ese rincón con el que se había encariñado sería su cuarto) y planeaba la disposición de los muebles una vez que se mudaran.
Pronosticaron -2º para la noche del lunes. Imagino que estaría contenta porque como decía ella, tendría un lugar calentito para estudiar.

PD: La construcción fue el 25, 26 y 27 de mayo de 2007. Valentina es la que está de buzo azul a mi derecha.